01 julio 2015

LUIS ARAGONÉS



En el año 1974, el Atlético de Madrid jugó la final de la Copa de Europa contra el Bayern de Munich, aquel mítico equipo de Gerd Torpedo Müller, Franz Beckenbauer y Sepp Maier. El partido se jugó en el estadio Heysel de Bruselas, un estadio que quedaría marcado por la tragedia en la historia del fútbol algunos años después.  El encuentro estaba siendo intenso y muy igualado y, al acabar los 90 minutos de juego, el resultado seguía siendo de empate a cero. Al tiempo reglamentario le siguió una prórroga y, cuando quedaban apenas seis minutos para que el partido finalizara, una internada en las inmediaciones del área rival provocó una falta al borde del área a favor del Atleti. Escorada en la esquina izquierda del área del Bayern, no hubo dudas de quién debía lanzar el libre directo. 

Luis Aragonés, aquel muchacho rudo del pueblo de Hortaleza, ensayaba cada día lanzamientos de falta después del entrenamiento. Cuando sus compañeros se iban a descansar, él se quedaba tirando faltas, una tras otra, desde diferentes posiciones. Estaba obsesionado con el golpeo, la posición del cuerpo, la potencia, el efecto... Quería ser infalible, completamente preciso y nunca estaba satisfecho. Sin embargo, cuando elogiaban su puntería, él contestaba que sólo era cuestión de trabajo, que cualquiera podía hacerlo. Cuando Luis colocó la pelota y levantó la cabeza, vio frente a sí una barrera de seis alemanes y, entre ellos, Torpedo Müller mirándole desafiante. Luis marcó los pasos hacia atrás y esperó a que el árbitro pitara. Unos instantes después sonó el silbato, Luis tomó impulso y golpeó la pelota, que comenzó a elevarse en una parábola perfecta, superando la barrera. En ese momento, cuando el balón aún estaba en el aire, Luis levantó los brazos. Antes de que llegara la pelota ya sabía que era gol. Y saltó y gritó y estaba en el aire celebrándolo cuando la pelota cruzó la línea de la portería rival, besando la escuadra y haciendo inútil la estirada del portero de la selección alemana,  Sepp Maier. 

Sólo faltaban seis minutos para el final. Estaba todo hecho, el Atlético iba a conseguir su primera Copa de Europa, sólo había que aguantar esos minutos y Gárate se fue hasta el banderín de córner a dormir el partido. Luis le apoyaba a unos metros, pero Gárate estuvo blando, le empujaron, cayó al suelo y el árbitro pitó falta a favor de los alemanes. En una rápida contra, ya en el último suspiro del partido, un zapatazo desde cuarenta metros de Schzwarzenbeck dejó helados a los jugadores del Atleti. El tiro raso entró en la portería rojiblanca, pegado a la cepa del poste y sirvió para empatar el partido. Y al instante, el árbitro pitó el final. Los jugadores colchoneros se quedaron abatidos. Estaban desolados.
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En esos años aún no estaban instaurados los penaltis como fórmula para resolver las finales que terminaran en empate, por lo que se tuvo que jugar un encuentro de desempate dos días después en el mismo escenario. Sin embargo, la moral de los jugadores del Atleti estaba tan baja, después de haber tocado la Copa con la punta de los dedos, que en el partido de desempate bajaron los brazos y el Bayern ganó cómodamente por cuatro goles a cero. Luis nunca pudo perdonarse no haber estado más cerca de Gárate, no haber sido él el que tuviera la pelota. Y esa Copa de Europa perdida en el último aliento le perseguiría toda su vida. Por suerte para él –y para todos nosotros-, pudo conseguir una Eurocopa como entrenador en el año 2008 con la selección, dando su estilo e infundiendo su espíritu a la mejor selección española de todos los tiempos. 

 Texto escrito por encargo para la web futbolcool.com

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